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Inauguraron el museo del Padre Jeannot
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El museo del Padre Luis Jeannot Sueyro fue inaugurado este martes, en el local de calles Maipú y Concordia que ocupa la sede en Gualeguaychú.
Allí, autoridades de la agrupación que lleva el nombre del Cura Gaucho junto a invitados especiales y autoridades de la Iglesia, reinauguraron el espacio donde se exponen pertenencias del sacerdote, junto a documentos y objetos que fueron parte de su vida.
En el acto del martes, Enrique Castiglioni, vicepresidente de la entidad, hizo referencia a la vida de Jeannot, su presencia en la comunidad y trabajo ministerial.
Durante el encuentro también fue inaugurada una galería de hacedores comunitarios, un espacio donde se destacan a las personas comprometidas que han trascendido en la ciudad por su espíritu solidario.
Minutos más tarde, “Boyero” Ronconi leyó una poesía, y varias escuelas recibieron un busto del general San Martín, obras realizadas por el escultor Oscar Rébora y su ayudante Oscar Morales.
El obispo de Gualeguaychú, Monseñor Héctor Zordán, también tuvo palabras hacia la labor sacerdotal de Jeannot, y por último fue leída una carta enviada por el escritor Pedro Luis Barcia, quien en su infancia fue monaguillo del Cura Gaucho.
Esta es la carta enviada por Pedro Luis Barcia:
Señor Presidente, Secretario, señor Obispo, amigos todos de Pililo:
En la imposibilidad de estar presente físicamente en esta significativa oportunidad de la apertura de un lugar tan grato como esta sede de la Asociación Amigos del Cura Gaucho, Padre Jeannot, procuro participar de ese momento con este breve envío. Ese ámbito los congrega y reunirá siempre como un cálido fogón criollo en torno de la figura inolvidable del Cura sin curato. Felicito a la Asociación que, a la vez, haga de ese espacio un museo que resguardará las pocas pertenencias que de él han subsistido dada su condición de desprendido de todo bien y de su generoso ánimo de donación en favor de sus prójimos. Los objetos que le pertenecieron están impregnados de la humanísima persona este franciscano de alma, hijo dilecto del Poverello.
Evocarlo me retrae a los mejores años de mi adolescencia cuando acompañábamos, con el Toti Queirolo o el Negro Portela, al cura en su “patrona”, le armábamos el altar portátil de aquella desgastada valija de madera que lo contenía, y oficiábamos de monaguillos cuando misaba. El Cura, en realidad, bimisaba y trimisaba, según las necesidades de los dos o tres sitios que visitábamos por domingo, sin atender demasiado a las prescripciones obispales sino a las urgencias de su gente. Recuerdo el entusiasmo afectuoso con que la paisanada lo recibía, lo palmeaban, lo abrazaban; alguna vieja procuraba besar la mano esquiva del Cura, y ante cuyo intento, me decía burlonamente por lo bajo: “Voy pa’ obispo, Gordo”.
Recuerdo aun hoy el arranque de algunas de sus homilías realistas, descarnadas, que apuntaban, primero, a las duras realidades que vivían la sufrida gente en esas tierras: la sequía, la inundación, la langosta. Y luego, el consuelo de la religión y la fe. “Frente a ciertas situaciones duras de la vida nos quedan dos salidas: o el gatillo del revólver o la fe en Cristo”. Y después de esta dura frase de apertura, como un sopapo, sembraba la esperanza en los corazones de los sufridos paisanos, como si derramara un aceite lenitivo en sus espíritus. Y los alentaba en su lucha cotidiana por la vida.
Yo, pibe de quince años, escuchaba deslumbrado aquella oratoria directa y enfática que manejaba magistralmente sin otra intención que llevar consuelo a las almas afligidas.
Recuerdo la unción litúrgica que ponía en el momento de la consagración, cuando alzaba la hostia. Como todo lo que hacía en las ceremonias, lo ejecutaba con honda seriedad. Nos insistía en el acto de persignarnos, o de arrodillarnos, para que no fueran simples movimientos automáticos inconscientes. Cargaba de sentido y densidad cada gesto suyo, como lo hacía con las palabras evangélicas de sus homilías.
Era difícil de entender como en tan poca materia física, su flacura escuálida, se contenía tanto espíritu y vitalidad.
Recuerdo también haber tomado la costumbre de advertirles a los criollos cuando se acercaban a él con algún regalo -.una bufanda tejida con cariño, una fuente de pasteles fritados para él: “Dígale que es para él, que no lo regale”. Porque, a poco de recibirlo, ya lo obsequiaba a manos que él entendía más necesitadas que las suyas. “Viste, Gordo, me decía, siempre hay gente más pobre que uno. Es rico el que es feliz con lo que tiene”.
Lo veo dialogando con los paisanos. Remangaba la sotana, clavaba un puño en la cintura, y se inclinaba de costado para prestar oreja al que lo hablaba escuchando con atención, paciente y comprensiva. Los que lo conocieron recordarán esa postura típica de él.
¡Cuánto orden sacramental instauró en la vida de las campañas entrerrianas!: cristianaba bandadas de gurises de todas las edades, casaba las parejas, confesaba debajo de un árbol, sentado en un banquito una hora antes de sus misas, bendecía las comidas, aconsejaba a los dudosos. La gente lo despedía feliz pero con lágrimas en sus ojos.
Y retornábamos en la voiturette, alternando los misterios del Rosario con recitados a dúo de poemas de Lugones o de Andrade, encandilando comadrejas que nos salían al camino o frenando bruscamente por el paso cansino e indiferente de una vaca. Y él recordaba los versos: “Lenta, pesada, pendular, la tarde/ se mete en el jardín como una vaca”, y nos reíamos de la torpeza de la imagen poco feliz del lírico.
¡Qué años plenos de experiencia cristiana, de sabiduría de vida, que nos brindaba cada domingo en aquellas aventuras apostólicas! ¡Cuánto le debemos los que lo acompañábamos en aquellas excursiones domingueras! Hoy estará en un potrero celestial, debajo de un sauce, mateando y platicando con fray Mamerto y el Cura Brochero, porque los cantores se buscan por la tonada y los de la misma tropilla se relinchan.
Gracias, Cura. Que Dios te tenga en su mano.