Opinión
No hay crisis educativa sino decadencia educativa
Por Nahuel Maciel EL ARGENTINO
Como ocurre todos los años, casi sin excepción, en marzo todo el mundo habla de Educación, de clases, de salarios, del rol de los docentes, del derecho a huelga, de la deuda que tiene la democracia con este derecho tan básico como constitucional, entre otros tópicos que giran –como en una calesita- sobre el mismo tema.
Como todos los años, las soluciones que se piensan y se plasman en acuerdos son coyunturales y nunca estructurales. Por eso se repite este conflicto, que parece no tener fin.
La educación no está en crisis. Argentina no vive una crisis educativa. La crisis, por definición, es temporal. Cuando a la crisis se le pierde el rastro de su origen, entonces hay que hablar de decadencia. La educación vive una decadencia. Argentina vive una decadencia educativa. Este sería el encuadre más preciso. Como se dijo: la crisis es temporal, la decadencia es estructural.
Todos están de acuerdo –al menos en el discurso- que la educación es una prioridad; que todo presupuesto que se destina a ese derecho no es un gasto sino una inversión; que la educación debe mejorar su calidad. Sin embargo, no alcanza con bonitas frases para solucionar problemas que ya son generacionales.
Ni qué hablar o ahondar en el rol de los padres, que deberían ser los primeros educadores. Esto también forma parte de cómo se vive el derecho a la educación.
Alguna vez Enrique Pinti explicó en uno de sus monólogos que cuatro horas de un docente valen más que las 24 horas que puede destinar un presidente, un legislador, un concejal. Y concluía que había que dejar los discursos de lado para ponerse a trabajar de manera concreta en la jerarquización del rol docente en la sociedad.
Se les puede perdonar a las multinacionales mineras (que además diezman socialmente, destruyen el ambiente y aniquilan el futuro) miles de miles de millones de dólares, argumentando rentabilidad empresaria. Pero se le niega a un docente alcanzar siquiera un básico que les permita superar la línea de la pobreza. Así no hay país que pueda abrazar un mañana mejor.
Es cierto que hay que exigirles más a los maestros, pero también es verdad que ellos necesitan de mayor acompañamiento por parte del conjunto de la sociedad. Ni qué hablar de la infraestructura escolar ni del acceso a la tecnología que todo sistema educativo necesita para plantearse cómo mejorar la realidad. Sin embargo, el reclamo mucho más superficial que este esquema (aunque más sensible, más urgente y más prioritario): salarios para llegar a fin de mes.
Con maestros que ganan apenas para llegar a la línea de la pobreza, muchas de las cuales son sostén de hogar, el conflicto será periódico año tras año; aunque en el presente ciclo lectivo las clases alcancen cierta “normalidad”.
No se puede ingresar a la sociedad del conocimiento, si antes no se ejercita la cultura del reconocimiento. Y el reconocimiento para el Estado es más presupuesto, destinar mejores presupuestos para el ejercicio de los derechos esenciales de la sociedad. Esta es la deuda histórica desde 1983 a la fecha, para ubicar el conflicto en el período democrático más largo en la historia de los argentinos. Hace 34 años que se discute lo mismo, con los mismos actores y los mismos discursos y las mismas posturas. Es como si nadie hubiera aprendido nada de las lecciones de la historia.
No hay que enojarse con los maestros que piden pan. Hay que enojarse con la clase dirigente (política, empresarial y sindical) que no acierta en cómo establecer parámetros dignos para ejercer una de las profesiones más nobles que puede ejercer un ser humano como el de enseñar y aprender.
Como todos los años, las soluciones que se piensan y se plasman en acuerdos son coyunturales y nunca estructurales. Por eso se repite este conflicto, que parece no tener fin.
La educación no está en crisis. Argentina no vive una crisis educativa. La crisis, por definición, es temporal. Cuando a la crisis se le pierde el rastro de su origen, entonces hay que hablar de decadencia. La educación vive una decadencia. Argentina vive una decadencia educativa. Este sería el encuadre más preciso. Como se dijo: la crisis es temporal, la decadencia es estructural.
Todos están de acuerdo –al menos en el discurso- que la educación es una prioridad; que todo presupuesto que se destina a ese derecho no es un gasto sino una inversión; que la educación debe mejorar su calidad. Sin embargo, no alcanza con bonitas frases para solucionar problemas que ya son generacionales.
Ni qué hablar o ahondar en el rol de los padres, que deberían ser los primeros educadores. Esto también forma parte de cómo se vive el derecho a la educación.
Alguna vez Enrique Pinti explicó en uno de sus monólogos que cuatro horas de un docente valen más que las 24 horas que puede destinar un presidente, un legislador, un concejal. Y concluía que había que dejar los discursos de lado para ponerse a trabajar de manera concreta en la jerarquización del rol docente en la sociedad.
Se les puede perdonar a las multinacionales mineras (que además diezman socialmente, destruyen el ambiente y aniquilan el futuro) miles de miles de millones de dólares, argumentando rentabilidad empresaria. Pero se le niega a un docente alcanzar siquiera un básico que les permita superar la línea de la pobreza. Así no hay país que pueda abrazar un mañana mejor.
Es cierto que hay que exigirles más a los maestros, pero también es verdad que ellos necesitan de mayor acompañamiento por parte del conjunto de la sociedad. Ni qué hablar de la infraestructura escolar ni del acceso a la tecnología que todo sistema educativo necesita para plantearse cómo mejorar la realidad. Sin embargo, el reclamo mucho más superficial que este esquema (aunque más sensible, más urgente y más prioritario): salarios para llegar a fin de mes.
Con maestros que ganan apenas para llegar a la línea de la pobreza, muchas de las cuales son sostén de hogar, el conflicto será periódico año tras año; aunque en el presente ciclo lectivo las clases alcancen cierta “normalidad”.
No se puede ingresar a la sociedad del conocimiento, si antes no se ejercita la cultura del reconocimiento. Y el reconocimiento para el Estado es más presupuesto, destinar mejores presupuestos para el ejercicio de los derechos esenciales de la sociedad. Esta es la deuda histórica desde 1983 a la fecha, para ubicar el conflicto en el período democrático más largo en la historia de los argentinos. Hace 34 años que se discute lo mismo, con los mismos actores y los mismos discursos y las mismas posturas. Es como si nadie hubiera aprendido nada de las lecciones de la historia.
No hay que enojarse con los maestros que piden pan. Hay que enojarse con la clase dirigente (política, empresarial y sindical) que no acierta en cómo establecer parámetros dignos para ejercer una de las profesiones más nobles que puede ejercer un ser humano como el de enseñar y aprender.
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