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Crónicas de viaje: la vuelta del perro
Durante mucho tiempo pensé que se llamaba ´la vuelta del perro´ por la cara que llevaban algunos conductores.
Se dice que los estímulos en la infancia condicionan y forjan el carácter de los individuos. Que mucho de lo que se vive como un trauma queda oculto en un área de la psiquis a la cual es muy difícil acceder.
Por Martín Davico
Especial para EL ARGENTINO
Que la energía de lo reprimido perturba a las personas sin que éstas sean conscientes de ello. También se dice que los adultos se pasan la vida buscando el niño que alguna vez fueron. Y que aquellos que tienen suerte lo encuentran en la vejez.
Cuando fui niño, a mediados de los 80, los domingos después del mediodía comenzaba a gestarse en mí cierta angustia. Siempre creí que se debía a que, al día siguiente, cuando en los inviernos caían heladas machazas, tenía que madrugar para ir a la escuela. Con el tiempo me di cuenta que ese malestar era consecuencia de que al final de la tarde me llevarían a dar ´la vuelta del perro´.
Cada domingo, antes de ir al parque, mi madre horneaba una torta marmolada cuya cocción corroboraba hundiéndole un cuchillo. Aquellas tardes las pasaba entre toboganes y subibajas con la intuición de que en algún momento llegaría la fatídica frase: “¡Gurise´, vamo´ a dar una vueltita!”.
Teníamos una camioneta con cúpula y a los más chicos nos mandaban atrás. Comenzaba así la agónica peregrinación a paso de hombre. El circuito habitual era Urquiza, regreso por 25, Costanera hasta Plaza Colón, Parque Unzué, vuelta en “U” en La Delfina, Puente La Balsa, Luis N. Palma y nuevamente Urquiza. No sé cuántas horas pasé encerrado en esa cúpula, transpirado y chorreando mocos, a cinco kilómetros por hora, observando lo que podía desde una ventana, privado de mi libertad.
No podía comprender el atractivo de repetir ´ad nauseam´ ese recorrido. Algo parecido me pasaba en Ñandubaysal, cuando veía que los adultos no se metían al agua ¿Cuál era la gracia de ir al río y estar debajo de una sombrilla toda la tarde? Otra costumbre, también ajena a mi compresión, era cuando nos llevaban a caminar por el centro. Lo proponían como un gran plan: “¡Vamos a mirar vidrieras!”. ¿Mirar vidrieras para qué?, pensaba yo, si en definitiva no íbamos a comprar nada.
Durante mucho tiempo pensé que se llamaba ´la vuelta del perro´ por la cara que llevaban algunos conductores - en general hombres- y sus acompañantes -probablemente sus esposas-. Siempre los veía tomando mate con seriedad y en silencio. Observaba que llevaban la mirada perdida, como con resignación.
En aquellos tiempos cada vuelta del perro completa eran unos quince kilómetros. Me preguntaba si aquello sería una costumbre local, si se daba en otras ciudades o en el resto del mundo. ¿Qué sentido tenía? Porque la vuelta del perro no tenía destino, no te llevaba a ninguna parte. Era un viaje circular, ni lineal ni zigzagueante, que comenzaba y terminaba en el mismo punto. Un rígido porvenir que todos conocían. Una experiencia tediosa para quienes buscan el cambio o la novedad.
¿Cuándo y cómo empezó este hábito dominguero? ¿Cuántos miles de kilómetros de vuelta del perro llevaría recorridos una persona de 70 años? ¿Por qué nunca se optó por el saludable hábito de caminar? ¿Cuánta contaminación emitía esa marea de coches? ¿Qué pensaban las varitas que, organizando el tránsito, no podían escuchar los partidos del domingo? ¿Quién fue y por qué la denominó ´la vuelta del perro´?
Hace unos domingos atrás, después de años de ausencia, manejaba apurado para no llegar tarde a un encuentro. Entré a la costanera y quedé atrapado en un enjambre de autos. Maldije al mundo automotriz y al fetichismo que despierta. Mis manos se pusieron sudorosas y frías, y me hicieron saber que aquel trauma sigue vivo. Comprendí que la vuelta del perro es una tradición, una expresión cultural y que no hay razones para que se extinga. Y ratifique en el atasco, que el domingo es el día ideal para irse al campo o quedarse tranquilo en casa.