Más publicidad que propuestas
Si algo está caracterizando a la actual campaña electoral, es que se basa más en efectos publicitarios que en propuestas políticas.
Se entiende que la campaña electoral implica un gran esfuerzo, y que tiene como objetivo influir en la decisión de la ciudadanía para profundizar un proceso o cambiarlo.
Desde hace un buen tiempo, el marketing político se ha encargado de direccionar las estrategias para robustecer la propia campaña, independientemente si hay propuestas políticas elaboradas o si un determinado candidato tiene ya decidido su equipo de trabajo.
En la sociedad actual, la campaña electoral debería fundarse en la ciencia política y desde ella la sociología del electorado y la comunicación social. Sin embargo, las campañas se parecen más a la publicidad que vende un shampoo o una bebida gaseosa cola que a la construcción política para madurar el sagrado derecho de elegir. En ese sentido, más que comunicar una propuesta política, venden una propuesta cuasi comercial, reduciendo al ciudadano elector en un mero consumidor de mercancía.
Es esta condición, este abuso de una herramienta, la que también vacían de contenido las propias propuestas electorales, erosionan las identidades de los partidos e incluso en algunos casos hasta “maquillan” la personalidad del candidato y en todo caso la propuesta de gobierno queda reducido a un canto de sirena, donde la mayoría promete hoy lo que negará mañana.
Es tal la carrera publicitaria, que hasta se tergiversan peligrosamente las encuestas, se alteran los estudios de opinión y se niegan los análisis estadísticos. Y así como es plausible que una campaña electoral debe tener un mensaje convocante, debe valerse de los medios de difusión, lo central es el manejo de los tiempos, porque la campaña es pura especulación y casi nada de construcción política.
El candidato se aprende de memoria lo que tiene que decir, lo repite como un loro en todo tiempo y lugar y no se sale de ese encuadre; como si renunciara a pensar. Así, muchas veces la propia campaña electoral queda teñida por denuncias altisonantes que jamás llegan a un destino judicial, se banalizan las conquistas logradas en base al consenso general y prevalece la descalificación del otro. Y así se produce una distorsión del proceso político, donde el mensaje electoral perfectamente puede utilizarse para vender un reloj, un perfume o un candidato.
¿Qué tan legítimo es el mensaje electoral como umbral de lo que se pretende construir en una futura gestión de gobierno? Hubo respuestas emblemáticas a este interrogante que es tan actual. Por ejemplo, “si hubiera dicho lo que pensaba hacer, no me hubieran votado”. ¿Se acuerdan? Hoy la cosa no es diferente, porque se promete lo que luego se negará.
En la actual campaña electoral, la captación del voto no se percibe como un compromiso cívico sino como un simple maquillaje donde el candidato se parece más a un maniquí que a un político. Lamentablemente, no se proponen ideas sino banales mensajes publicitarios. ¿Cuánto de “vendible” y artificial hay detrás de cada propuesta electoral? Responder a este interrogante permitirá saber cuánto de genuino y real hay detrás de cada propuesta política.
Desde hace un buen tiempo, el marketing político se ha encargado de direccionar las estrategias para robustecer la propia campaña, independientemente si hay propuestas políticas elaboradas o si un determinado candidato tiene ya decidido su equipo de trabajo.
En la sociedad actual, la campaña electoral debería fundarse en la ciencia política y desde ella la sociología del electorado y la comunicación social. Sin embargo, las campañas se parecen más a la publicidad que vende un shampoo o una bebida gaseosa cola que a la construcción política para madurar el sagrado derecho de elegir. En ese sentido, más que comunicar una propuesta política, venden una propuesta cuasi comercial, reduciendo al ciudadano elector en un mero consumidor de mercancía.
Es esta condición, este abuso de una herramienta, la que también vacían de contenido las propias propuestas electorales, erosionan las identidades de los partidos e incluso en algunos casos hasta “maquillan” la personalidad del candidato y en todo caso la propuesta de gobierno queda reducido a un canto de sirena, donde la mayoría promete hoy lo que negará mañana.
Es tal la carrera publicitaria, que hasta se tergiversan peligrosamente las encuestas, se alteran los estudios de opinión y se niegan los análisis estadísticos. Y así como es plausible que una campaña electoral debe tener un mensaje convocante, debe valerse de los medios de difusión, lo central es el manejo de los tiempos, porque la campaña es pura especulación y casi nada de construcción política.
El candidato se aprende de memoria lo que tiene que decir, lo repite como un loro en todo tiempo y lugar y no se sale de ese encuadre; como si renunciara a pensar. Así, muchas veces la propia campaña electoral queda teñida por denuncias altisonantes que jamás llegan a un destino judicial, se banalizan las conquistas logradas en base al consenso general y prevalece la descalificación del otro. Y así se produce una distorsión del proceso político, donde el mensaje electoral perfectamente puede utilizarse para vender un reloj, un perfume o un candidato.
¿Qué tan legítimo es el mensaje electoral como umbral de lo que se pretende construir en una futura gestión de gobierno? Hubo respuestas emblemáticas a este interrogante que es tan actual. Por ejemplo, “si hubiera dicho lo que pensaba hacer, no me hubieran votado”. ¿Se acuerdan? Hoy la cosa no es diferente, porque se promete lo que luego se negará.
En la actual campaña electoral, la captación del voto no se percibe como un compromiso cívico sino como un simple maquillaje donde el candidato se parece más a un maniquí que a un político. Lamentablemente, no se proponen ideas sino banales mensajes publicitarios. ¿Cuánto de “vendible” y artificial hay detrás de cada propuesta electoral? Responder a este interrogante permitirá saber cuánto de genuino y real hay detrás de cada propuesta política.
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