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Callejeando por Jaipur
Los monos de Hanuman, considerados en la India animales sagrados. ElHawaMahal "El Palacio de los Vientos".
Por Martín Davico
(Colaboración)
Es el atardecer en Jaipur y el llamado para ir a rezar a la mezquita sale de los parlantes como el lamento de un alma en pena.
Las vacas, sagradas y hambrientas, merodean por las avenidas como perros callejeros. Un centenar de palomas finaliza el día volando en círculos alrededor de la torre de un palacio. La oscuridad se va instalando y las tenues luces que iluminan las calles dan a la ciudad un aire decadente.
Los hombres vuelven a sus casas exhaustos por el trajín de la jornada. Sus cuerpos son sombras que se pierden en la noche como figuras fantasmales…
Son las once de la mañana y para ver lo más auténtico de la ciudad, camino azarosamente por los barrios periféricos. En un terreno baldío unos niños remontan pequeños barriletes de papel, el más popular de sus entretenimientos. Al verme, desvían su atención para interpelarme todos a la vez: “¿Tienes rupias, tienes rupias?”
Enseguida se dan cuenta que soy el extranjero equivocado y vuelven a concentrarse en su juego. Más tarde llego al Jal Mahal, un palacio en el medio de un lago al que sólo se llega en bote. Justo enfrente, sobre la ruta, pasa un elefante montado por un pequeño hombre. Lleva la trompa y la cara pintadas con vivos colores. La bestia de cinco mil kilos va doblegada por un sujeto que apenas pesará setenta. El animal, inmenso, podría deshacerse de su verdugo de un plumazo; pero el más grande de los tiranos se lo impide, el miedo.
Por 20 rupias tomo un bus de línea y viajo hasta el Fuerte Amber. Llego, pero en vez de entrar a visitarlo, camino por la muralla que lo rodea. Hay unos monos grises con cola larga, y las manos, los pies y la cara son de color negro. Son los monos langures de Hanuman, considerados en India animales sagrados. “Con estos no pasa nada” me dice un niño al que le pregunto si son agresivos “los que son peligrosos son los macacos”.
A media cuadra del Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, pido un té masala y me siento en un cajón a contemplar la vida en las calles: mujeres vestidas con coloridos velos, hombres que llevan turbantes y collares con piedras, tuk tuks atestados de pasajeros, vacas sin dueño que deambulan buscando algún alimento, autobuses destartalados que tienen más de medio siglo o enormes camellos que tiran de pesados carros. Junto a mí, sentado en una silla, un agente de tránsito se ha quedado dormido. ¿Cómo concilia el sueño en medio de este caos? No lleva puestos los zapatos y su cabeza cuelga hacia un costado. Tiene el cinturón desabrochado y su camisa celeste tiene manchas de hace varios días. Otro agente está en la vereda de enfrente y da un grito para despertarlo. El hombre se pone de pie de un salto y empieza a hacer sonar su silbato sin mirar lo que pasa a su alrededor.
Mientras el caótico tránsito continúa, comienza a alejarse haciendo ademanes que no van dirigidos a nadie. El anodino agente se mezcla en la multitud hasta que ya no puedo localizarlo.
Entro al Templo de Krishna y subo a la terraza para observar las vistas de la ciudad. Al salir, un vendedor me invita, ‘sin compromiso’, a ver su tienda de artesanías. Me muestra pequeños amuletos de Ganesha, el dios hindú con cuerpo de hombre y cabeza de elefante. “Trae éxito en los negocios y destruye los obstáculos” dice. Le compro uno sin regatear y me relata una leyenda: “Cuentan que Ganesha y su padre, el dios Shiva, llevaban años sin verse. Al encontrarse tuvieron una pelea sin saber que eran padre e hijo.
En la disputa Shiva le cortó la cabeza a Ganesha. Al enterarse, Parvati, la madre de Ghanesa y esposa de Shiva, cayó en un profundo estado de tristeza. Shiva, para compensarla, prometió a su mujer que le devolvería a su hijo con la cabeza del próximo ser vivo que encontrara. Y lo primero que halló fue un elefante”.
Converso con Bushra, una chica de la India que está de vacaciones en Jaipur. Es musulmana y terminó sus estudios como diseñadora de moda. Hablamos de las diferencias culturales y de los prejuicios. “En India, los hinduistas y los musulmanes convivimos en armonía”. Le pregunto por qué no lleva la cara cubierta con algún velo y me contesta que lo empezará a hacer una vez que se haya casado. Le digo que en los países occidentales existe la creencia de que llevar el rostro cubierto es un signo de sometimiento de la mujer. “¿De verdad piensan eso?” responde sorprendida.
“No es que lo pensemos” le digo “es la información que difunden los medios, y nosotros damos por hecho que es cierta”. Me explica: “Para los musulmanes la mujer representa a la belleza. Una belleza que nos fue dada para compartirla con nuestro esposo, nuestra familia y con Alá, nuestro dios. De ahí que las mujeres casadas cubran su rostro cuando están en lugares públicos. Es parte de nuestra tradición. Es más, yo, una vez que esté casada, quiero utilizar el velo”.
Recibo un mensaje con recomendaciones de un amigo marplatense que hace poco estuvo en Jaipur. Su viaje por la India terminó y ya está de vuelta en Mar del Plata. Le pregunto por cómo va su adaptación a la vida cotidiana: “Es increíble las sensaciones de amor y odio que despierta la ciudad en la que uno nació” me dice “pero trato de no pensar”. Un caso más del universal mundo de dualidades con las que vivimos: la espera de lo que no se tiene, el anhelo de lo que se ha perdido, la construcción de un futuro ilusorio o el deseo de estar en otro sitio.