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Conversaciones en Nueva Delhi
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Martín Davico
(Colaboración)
Es mi primer día en Nueva Delhi y viajo en metro para encontrarme con Saurabh, un indio que conocí hace un año en una ciudad de Japón.
Los vagones son limpios y modernos, y en contra de todos mis pronósticos no van atestados de gente. Un cartel electrónico anuncia las próximas paradas y advierte que el primer vagón es para uso exclusivo de mujeres.
Saurabh me espera en la puerta de un restaurante muy cerca del Central Park. Encontrar una cara conocida en medio de este mar de gente me llena de júbilo. Mi amigo autóctono es ingeniero, tiene familia y acaba de cumplir 32 años. Durante el almuerzo me dice: “Cuando cumpla los 40 espero tener ahorrado el dinero suficiente como para retirarme y dedicarme a estudiar Física, mi verdadera pasión”. Está indignado con el gobierno por la impericia con la que trata el tema de la contaminación ambiental. “Me preocupan la salud de mi familia y de mi hijo. Respirar el aire de Nueva Delhi equivale a fumarse unos cuantos cigarrillos al día”.
Más tarde le cuento mis deseos de visitar Pakistán, pero me interrumpe para advertirme que, en son de ahorrarme algún disgusto, no hable con nadie acerca de ir a ese país. Me explica: “Las guerras por la región de Cachemira han sembrado mucho odio e intolerancia. India y Pakistán son países con lógicas diferentes, dos mundos irreconciliables”. Al final del almuerzo me lleva hasta la ‘Indian Gate’, el Arco del Triunfo de Nueva Delhi, un monumento que lleva inscripto los nombres de los soldados indios que murieron en diferentes batallas. En torno a las luces que iluminan el recinto se ve una neblina que confundo con la humedad del ambiente. Saurabh corrige mi creencia: “Eso es polución”.
Conozco a un chica y a una chico de Montevideo. Son hermanos que viajan juntos. Su castellano es tan igual al de Argentina que se ven obligados a aclararme que son uruguayos. Paseamos por Nueva Delhi y hablamos de todo: que si el fútbol, que si el Canario Luna, que si la arrogancia es o no exclusiva de los porteños, que si la austeridad de Pepe Mujica, que si la creación de Uruguay fue promovida por Inglaterra para favorecer sus intereses económicos en el Río de la Plata…
A la mañana siguiente, voy con los amigos rioplatenses a la mezquita Jama Masjid, un gran templo musulmán ubicado en Vieja Delhi, la parte más antigua de la ciudad. El lugar es un espectáculo arquitectónico y un desfile de especímenes vestidos con prendas alucinantes. Un grupo de musulmanes, en el que hay dos mujeres que llevan burka, se hacen fotos. Uno de ellos se acerca y me pregunta de dónde soy. Cuando le digo que soy de Argentina me sonríe por la sencilla razón de que Lionel Messi es argentino. Luego de una fugaz conversación me hago una foto con ellos.
Visito el Museo de Mahatma Gandhi, el líder pacifista que dirigió la independencia de India del colonialismo británico. En la entrada hay una enorme escultura cubista que representa a la Marcha de la Sal, un hito en la historia de la desobediencia civil no violenta, llevada a cabo como protesta en contra del monopolio que tenían los ingleses sobre el comercio de la sal en el país. En un pasillo se exponen las ruecas, hiladoras artesanales construidas con madera, otro de los símbolos de la causa, utilizadas por los indios para hilar algodón en una tentativa de boicotear los productos textiles manufacturados que llegaban desde Inglaterra. En la pared hay una frase de Gandhi: “La mecanización es buena cuando hay pocas manos para trabajar, pero como en el caso de la India, es un demonio cuando hay demasiadas”. En las salas se exhiben fotografías y frases del hombre que predicó principios ecológicos demasiado avanzados para su época: “No consumas más de lo que necesites y respeta a la naturaleza”.
Tomo un té en un bar y leo un periódico. La India está conmovida por un suceso: la policía mató a cuatro hombres que estaban detenidos por ser sospechosos de violar y asesinar a una mujer de 27 años. La versión oficial dice que habían intentado fugarse, pero se plantean dudas de que no haya sido un caso de ‘justicia por manos propias’ por parte de los agentes policiales. El asesinato de la mujer había causado una oleada de protestas reclamando más rapidez y contundencia a la hora resolver esta clase de crímenes. Los policías involucrados han sido reivindicados como héroes por una multitud. Otros, con una visión más democrática, los han repudiado diciendo: “Para que haya justicia todos tienen derecho a una defensa”.
Hablo con un vasco de Navarra que se aloja en mi hostel. Tiene más de 50 años y trabaja de enfermero en un hospital de Londres. “Lo que verdaderamente me gusta es viajar.
Mi trabajo no está mal, pero no tiene nada que ver con mi vocación, si es que realmente tengo alguna”. Me sorprende cuando me cuenta que a veces, para ahorrar dinero en sus viajes, duerme en la calle. “He aprendido muchas cosas haciendo esto. La gente es muy cruel con los ‘sintecho’. A mí me han dado más de una paliza creyendo que era uno de ellos”. Mientras me sigue explicando sus trucos para no gastar dinero, yo me quedo pensando en que cada persona es un mundo inconmensurable, que todos somos una caja de pandora, que las verdades son relativas, y que quién crea estar en su total sano juicio, debería, por el bien de todos, arrojar la primera piedra.