Colaboración
Vietnam: santuarios para la Memoria
Héctor Martín Davico
(Colaboración)
He llegado a Hué, la antigua capital imperial de Vietnam, ciudad famosa por haber sido la residencia de los emperadores de la dinastía Nguyen, hasta la declaración de la República Democrática de Vietnam en el año 1945.
Atravesada por el río ‘Perfume’ y escenario de una de las batallas más largas y destructivas de la guerra contra los Estados Unidos, hoy, Hué, es una de las ciudades más visitadas del país, cuyo atractivo principal es la amurallada Ciudad Imperial, catalogada como Patrimonio de la Humanidad en el año 1993.
Visito el Museo de Guerra y recorro una exposición itinerante. Se homenajea al Movimiento por la Paz gestado en Japón durante los años del conflicto entre Vietnam y Estados Unidos. En la muestra hay fotos, libros, posters y recortes de periódicos de la época. Se exhiben fotografías de los veteranos de guerra de ambos países, trabajando en conjunto en la búsqueda de los desaparecidos en combate. Hay imágenes de algunos de los miles de desertores americanos que encontraron asilo en Canadá, y que evitaron así, ir a una guerra que se les imponía. Un poster recuerda a Yamazaki Hiroaki, un joven de 18 años asesinado durante una manifestación en protesta contra el apoyo que Japón daba en ese entonces al ejército americano…
Abandono Hué y viajo a Khe Sanh, una pequeña urbe cercana a la frontera con Laos, el país en el mundo que más bombardeos ha sufrido. Khe Sanh, ciudad típica de montaña, conocida por su antigua base militar del Cuerpo de Marines y el largo asedio que sufrió por parte del ejército norvietnamita en el año 68.
Durante la sinuosa ruta entre montañas, me vienen recuerdos de cuando viajaba por caminos similares, yendo a trabajar a Maçanet de Cabrenys, un pequeño poblado ubicado en los Montes Pirineos. Eran los tiempos en que estaba afincado en Catalunya, tiempos que, por la trampa de la memoria selectiva, hoy parece que fueron mejores.
Llego a Khe Sanh y en la primera rotonda veo una inmensa escultura de tres soldados vietnamitas que dominan el paisaje. Reservo una habitación en un viejo hotel con muebles de los años 70. Es barato, cómodo y colma mis expectativas. Enciendo la televisión para que me haga compañía. Me ducho, leo alguna cosa, ceno en la habitación y el confortable ruido de las chapas me avisan que afuera llueve a cántaros.
Al otro día paseo por las calles y los perros ladran al verme pasar. Visito una pagoda junto a la que hay cientos de tumbas de soldados vietnamitas caídos en la guerra. Subo a un mirador y me entretengo con las vistas. Las montañas se desdibujan entre la neblina que emerge de la vegetación e imagino que es el humo de las bombas americanas que llovieron hace 50 años. De regreso me cruzo a unos niños que salen del colegio. Me miran asombrados y sonríen con esa frescura e inocencia tan envidiables que no sé en qué momento de la vida se empieza a desvanecer.
Agarro la moto para ir hasta la famosa base militar que hoy es un museo. Está nublado y llovizna. Soy el único visitante del lugar. Disfruto del silencio y del olor a pasto mojado. Un hombre me muestra una cajita con medallas oxidadas que me intenta vender: “Medallas del Viet Cong”, dice. Tres tanques, un avión, dos helicópteros y viejos cartuchos de bombas americanas son todo lo que queda. Saco fotos y camino rodeando esas máquinas, que alguna vez mataron hombres o transportaron gente espantada por el horror. Hay una sala con fotos del asedio, maquetas de la batalla, uniformes de soldados y un libro para que los visitantes dejen alguna nota. Decido escribir un saludo. Empieza a llover más fuerte. Me pongo la capa para cubrirme de la lluvia, subo a la moto y regreso al hotel.
‘Todo tiempo pasado fue mejor’ decimos recordando pequeños trozos de nuestra vida. Una frase que decimos tan livianamente, y que ningún vietnamita se atrevería a mencionar.