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Diario El Argentinoviernes 26 de abril de 2024
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Días de confinamiento en Kuala Lumpur

Días de confinamiento en Kuala Lumpur

Es martes 17 de marzo en Malasia. Desde la terraza de uno de los edificios de Mont Kiara, se ven los contornos de las Torres Petronas y del Menara Kuala Lumpur.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

El día está nublado y la amenaza de un nuevo chaparrón confirma la llegada de los monzones. Los habitantes del condominio disfrutan de su último día en las canchas de tenis, los gimnasios y las piscinas. Mañana todo estará cerrado. El Gobierno malayo habrá dado comienzo a la cuarentena.

La pandemia del coronavirus aniquila mi viaje de un plumazo. Mi libertad e independencia han desaparecido. Paso mis días de confinamiento en la casa de un amigo argentino, en donde también se resguarda una chica malaya. Nuestro espacio vital es un cómodo departamento de tres ambientes, un largo pasillo hasta el ascensor, y un supermercado que hay en la planta baja. Tengo habitación propia con una cama grande. Las vistas que se observan a través del ventanal son fabulosas. Por las noches, Kuala Lumpur iluminada es una postal. Mi objeto más preciado es el teléfono, a través de su pantalla me encuentro con el mundo, la familia y los amigos.

 Es sábado 21 de marzo y comienza el otoño en el hemisferio sur. Descubro por casualidad que en este día se celebra el Día Mundial de la Poesía. En Italia y España se inaugura la primavera más inverosímil. Los acontecimientos en esos países actúan como un ‘diario del lunes’ para toda Latinoamérica…

 Chateo con Anna, una amiga catalana que vive en Barcelona. Hablamos de cómo nos van las cosas. “¡Hoy fui a comprar frutas y verduras al mercado!”, me dice contenta, y aunque el mercado le queda a cuatro cuadras, lo cuenta como si fuese un viaje de fin de semana. Me explica el panorama: “Esto es como una película. Todo el mundo va con mascarillas y guantes. Tenemos que mantener una distancia de seguridad de un metro y medio. Nadie conversa ni sonríe. Los Mossos d’Esquadra patrullan por las calles y paran a todo el mundo preguntando a dónde vamos y de dónde venimos. Lo bueno de esto es que recupero el tiempo perdido: me paso todo el día jugando con mi hija”.

Es lunes por la tarde y por enésima vez en el día miro la pantalla del teléfono. En las redes sociales aparecen héroes y villanos. La mayoría de mis amigos sufren un ataque de civismo inusitado. Hablan de los mismos temas que hablaban nuestros padres y nuestros abuelos: que si el problema es la educación, que si transgredimos las normas, que si no tenemos remedio.

Sin atisbos de autocrítica, un conocido me escribe desde Argentina: “Este país está lleno de ignorantes”. Y con toda naturalidad, como si fuese un ciudadano ejemplar, honesto, y con todas sus ganancias declaradas, continúa: “Acá falta mano dura. A los que andan por la calle sin respetar el confinamiento, palo y a la bolsa. Se acabaron las contemplaciones. ¿Vos te pensás que esto pasaría en Noruega? ¡Esos son países en serio!  Además, acá nadie quiere laburar. Los otros días no conseguí a nadie para que me venga a cortar el pasto, ¿A vos te perece? ¡Y después dicen que no hay trabajo!”.

 Decido bajar al supermercado a comprar fideos para la cena. Cuando la puerta se abre, en el interior del ascensor, hay una mujer que me da una orden con una pregunta: “¿No podrías subirte a otro?”. En la entrada del supermercado hay una máquina que expende un antiséptico para desinfectarse las manos. Algunos clientes van con guantes y barbijos. “Hasta mañana no hay huevos ni cebollas”, me dice un repositor al verme mirando la góndola vacía. Aunque nadie lo diga, estar muy cerca de algún desconocido nos pone un poquito nerviosos ¿Quiere decir que va a cambiar nuestra manera de relacionamos? ¿Tendremos que hacernos un test para volver a besarnos?

 En una conversación nocturna, le mando un audio a un amigo de Gualeguaychú que está afincado en Buenos Aires: “Tengo la sensación de que las noticias apocalípticas nos producen  placer. Lo noté cuando nos agolpábamos frente a los televisores el día que tiraron a las Torres Gemelas”. Goyo le saca hierro a mi comentario y dice: “Sí, nos pasa a todos en cierta medida. No sé, el final guarda cierto placer. Fijate que los franceses le dicen a la eyaculación la ‘petite mort’. La pequeña muerte. Hay fin y hay placer. Y también hay dolor”.

Leo un artículo de opinión. El autor se pregunta si tomaremos todo esto como una oportunidad para redefinir nuestras prioridades: “¿Volveremos a comportarnos como insaciables consumistas?”. Llama a la reflexión y advierte: “No hay que olvidar que en el futuro, la clase política encontrará la excusa perfecta diciendo que todos nuestros males son por culpa del coronavirus. No podemos dejar nunca de ser críticos con ningún gobierno…”.

 Es jueves en Kuala Lumpur y se descuelga un chaparrón como si fuera la Garganta del Diablo. El ‘skyline’ de la ciudad desaparece bajo una blanca cortina de agua. Las calles y las autopistas están vacías. El único paquete de yerba que nos queda en la casa está menguando. Habrá que apechugar con infusiones o té común. Tal vez el coronavirus ha venido a dejarnos alguna  enseñanza. A lo mejor haya que apagar un rato los teléfonos y ponerse a reflexionar.

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