De nuestro pago: rescate de los refranes en Gualeguaychú (I)
Por Pedro Luis Barcia (*)
El refrán es el tuit oral de la sabiduría popular. Él condensa la experiencia vital de los viejos que amedallan estas piezas, cortitas como patada de chancho, para legarlas pedagógicamente a las generaciones venideras con la intención de asistirlos en su vivir. “Del viejo, el consejo”. Son las más breves formas de la creación oral folklórica, expresión popular sapiencial. Las otras formas orales son, en prosa: el cuento, la leyenda los casos y sucedidos; y en verso: las coplas, los romances, las décimas glosadas, y todas las canciones infantiles: de cuna, para jugar, para elegir, etcétera. Se suele hablar con incorrección de “literatura folklórica”. No hay tal, porque “literatura” viene de litterae, letras, y el pueblo folk es ágrafo: no sabe leer ni escribir, pero es culto. No como nuestro egresado bachiller que lee y escribe pero no tiene concepción de la vida, ni del trabajo, ni de la colaboración comunitaria, etcétera, que sí tiene el hombre folk.
En lo folklórico puro no hay escritura, solo oralidad. Baltasar Gracián llamó a los refranes “evangelios pequeños” (El Criticón, parte III, crisi VI, OC, Aguilar, p. 918) linda imagen que resalta la enseñanza vital que contienen. Para el estudio de nuestros refranes puede verse: Barcia, Pedro Luis y Gabriela Pauer. Refranero de uso argentino. Buenos Aires, Emecé, 201
El refrán, para asegurar su retención, se vale de recursos nemónicos como son el metro, el ritmo, la rima. Por ejemplo, uno de los más breves: “Vecina, bocina”, que alude a la vieja chusma que difunde en el barrio los secretos de quien vive a su lado (hoy usamos el verbo “bocinear” para indicar la acción de delatar). Fue el caso, se dice, de Dorita Gutiérrez que fue alimentada con leche de jirafa, de un circo que se había establecido en Pueblo Nuevo. La muchacha estiró el cuello de tal manera que le permitía espiar por sobre la tapia lindera a las casas de al lado, y bocineaba. Pero esto parece más de Macondo que de Gualeguaychú. Y, mi lector, si te parece invento, como me lo contaron, te lo cuento.
Retomo, a la distancia, una columna que intitulé “Nuestras maestras y el folklore”, en que hablé de cómo nuestras abnegadas y nada huelguistas, docentes primarias, habían recogido parte del acervo poético de nuestro pueblo, trabajando por los barrios y, aun fuera del horario escolar, a propósito de la Encuesta Folklórica Nacional de 1921. Ahora reúno el aporte refranero de tres de ellas, retraigo sus nombres, que deberían figurar en placas en nuestro Municipio por su labor cultural, como lo sugería con acierto, en un trabajo suyo, Olga Fernández Latour de Botas: Inés Facunda Espinosa (Escuela 5), Serafina M. de Vasallo, amiga de mi madre, la recuerdo de visita en casa (Escuela 5) y Rosa Regazzi (Escuela 79).
El lector va a cursar por los refranes que se usaban en nuestro pueblo a principios del siglo XX. Hay dos tipos, por su origen: los de procedencia hispánica, adoptados por nosotros (a veces adaptados: “El mejor moro es el moro muerto”, “El mejor indio es el indio muerto”; “Es el mismo perro con distinto collar”, “Es la misma coya con distinta pollera”). Y los creados en nuestra tierra.
Los de origen español registrados por nuestras maestras son: “A buena voluntad, no falta facultad”, “A buen entendedor, buen hablador”, “A buen vivir, buen morir”, “A carne de lobo, diente de perro”, “A comer y a misa una sola vez se avisa”, “Al espantado, la sombra le basta”, “Al buey manso se le pone el yugo siempre”, “Al amigo y al caballo, no apretarlo”, Al hombre solo se lo traga la tierra”, “Al tranco se hace el camino”, “A presurosa demanda, despaciosa respuesta”, “Baje la novia la cabeza y cabrá por la puerta de la iglesia”, “Becerro manso, mama a su madre y a cuatro”, “Buena mano, del rocín hace caballo”, “Cada día nace un tonto, la cuestión es dar con él”, “Casimiro, cuando te preciso, te miro”, “Cuando pasés por país de tuertos, cerrá un ojo”, “De casi nadie muere”, “De la mano a la boca, se pierde la sopa”, “De la misma harina salen las tortas”, “Del mal, el menos”, “De mala mata, nunca buena caza”, “De ruina a ruin, quien acomete vence”, “Dijo el escarabajo a sus hijos: Vengan acá, flores mías” (curiosamente, es un proverbio africano), “El burro para la coz y el tigre para la uña”, “El no hacer nada es hacer mal”, “El que de mozo no trota de viejo galopa”, “Enemigo que se ve, no es más que medio enemigo”, “Cuando es de oro la ganzúa, de vidrio es la cerradura”, “Mono viejo, no sube al tronco podrido”, “A un pantano cayó un ciego, creyendo subir al cielo”, “Por el nido se conoce el pájaro”, “Donde hay yeguas, nacen potros”, “Comparación no es razón”, “Ahora que tengo borregos todos me llaman don Pedro”, “Dios da el frío y da el vestido”, “Alcanza el que no se cansa” y “Siempre que llovió, paró”.
Renuncio a la tentación de hacer comentarios. Me permito solo uno. “Baje la novia las cabeza y cabrá por la puerta de la iglesia”. Su origen está en que una lunga, con alto tocado, y derechita como vara pretendía pasar bajo el dintel de una iglesita española en que se iba a casar sin inclinarse, ante lo cual el cura dijo esa frase, que es de aplicación física inmediata, pero de proyección moral y actitudinal: si la mujer no renuncia a altas pretensiones, se quedará soltera, como las chicas de Raffo.
Dejo para la entrega próxima el tratamiento de los refranes criollos, con algún comentario marginal.
(*) Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academias Nacional de Educación y Argentina de Letras.
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