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La cuarentena como un aprendizaje colectivo
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Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO
“Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros”.
Ese es el primer párrafo de la novela “Robinson Crusoe” escrita en 1719 por Daniel Defoe y que narra las (des) venturas de un marinero de familia medio acomodada, que fue esclavo en África; luego se escapa de esa vida injusta y se instala en Brasil; donde aprovecha una nueva oportunidad para lanzarse a los mares, y naufraga y vive casi durante treinta años en una isla.
Como toda síntesis la que se acaba de leer es incompleta. De todos modos, es una historia que fue innumerables veces contada a tal punto que, sin haber leído el libro, seguramente alguien tendrá noción casi precisa de qué se trata con solo escuchar el nombre “Robinson Crusoe”. Pero más allá de toda narrativa específica, la historia de este náufrago refleja de alguna manera, la capacidad que tienen las personas para adaptarse a situaciones nuevas.
La imagen inicial de un náufrago llega de la obra de Daniel Defoe, “Robinson Crusoe”, un hombre que pasa en cierta forma una “cuarentena” porque está encerrado (no atrapado) en una isla; casi el mismo sentimiento de distancia geográfica y social que puede sentir alguien en esta cuarentena en pleno siglo XXI.
Si se hace un esfuerzo de imaginación no demasiado grande, se podrá percibir que cada uno en estos tiempos de cuarentena, es como un náufrago sin mar.
Robinson Crusoe tiene frente a sí a un inmenso como misterioso océano. La persona que hoy hace cuarentena tiene por océano –si se acepta la imagen- a un mundo sideral llamado internet, que también es un espacio tan inmenso como casi imposible de abarcar, no exento de misterios.
La isla para Robinson Crusoe, la vivienda para quien hace la cuarentena.
El océano al alcance de la mano y al mismo tiempo la barrera que lo separa de la humanidad en el caso del náufrago e internet y la comunicación virtual que pone al mundo al alcance de la mano, pero también puede alejar del mundo real.
Es en esta cuarentena donde realmente se tiene la noción de lo físico. Ya no convencen los miles de amigos unidos en una red social, porque hace falta el roce, el abrazarse, el darse un beso, el estar físicamente al lado del otro. Y, no obstante, se trata de una fecunda experiencia que enseña que es posible creer sin tocar.
Y si bien se puede deducir que lo virtual no es lo real, muchas veces, antes de esta cuarentena, casi todo el mundo creía que sin lo virtual sería imposible desarrollarse. Ahora esas personas se dan cuenta que sin el otro, sin ese ser querido, la vida sería un sin sentido. De nuevo, creer sin tocar en tiempos de aislamientos.
El siglo XXI –a diferencia de otras épocas- no es un tiempo propicio para la soledad.
Una persona puede estar rodeada de cientos de semejantes e igualmente sentirse sola. Y al revés, puede estar sin seres cercanos y sentirse plenamente parte de una comunidad.
No se trata de cantidades, sino de percepciones, de saberse uno con el otro.
El “aislamiento” de Robinson Crusoe finaliza cuando un navío lo rescata de esa isla. Del mismo modo, esta cuarentena también finalizará más pronto que tarde. Una sociedad será rescatada por sí misma y seguramente –es de anhelar- la experiencia colectiva será propicia para ser no sólo más fuertes en anticuerpos, sino más unidos en familia y en comunidad. Dejar atrás el mar de la soledad será avanzar hacia la cultura del encuentro y del diálogo: tan necesarios e indispensables para pensarnos como civilización. Creer sin tocar también describe a la fe y a la esperanza.