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Diario El Argentinoviernes 26 de abril de 2024
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Agosto en Catalunya

Agosto en Catalunya

El Monumento a Colón en Barcelona.


Por Martín Davico

 

Es 14 de agosto del 2020 en la Seu D’urgell. Es noche de verano y las nubes ocultan la tradicional lluvia de Perseidas. El agua de El Segre, incesante, rompe contra las piedras y embravece su caudal.

El aire tiene cuerpo, es puro, de montaña. Doy el último trago de mi lata cuando veo la primera estrella fugaz: surge de la nada, recorre un tramo y desaparece como un fuego artificial. Enseguida veo otra. Después, a los quince minutos, cansado de mirar hacia arriba, decido volver a la casa.

En estos días mi tarea es sacar a pasear a Tuc, el perro de mi amigo en donde vivo. Ferrán siempre me recuerda que lleve bolsas para juntar las heces del animal. Me advierte: “El ayuntamiento tiene los datos de los perros, incluso muestras de sangre. Si encuentran cacas en la calle las recogen, las analizan, averiguan a que perro pertenecen y quien es su dueño. Luego te envían a tu casa una foto de los excrementos adjuntada a una multa de 300 euros”. Sorprendido por el método, digo: “¡Que bueno el mundo desarrollado!”. Y Ferrán exclama: “¡Los cojones! ¡Estos ya no saben cómo sacarnos el dinero!”.

Cada noche leo la novela argentina ‘W?rra'. Una historia inspirada en la Operación Chariot: el audaz ataque de comandos británicos al puerto francés de Saint-Nazaire. Un punto estratégico que en plena Segunda Guerra Mundial había sido ocupado por los nazis.

En algunos capítulos hay paralelismos con la guerra de Malvinas. Ejemplo:“…la mayoría de los argentinos no percibía el desembarco sorpresivo de su ejército como una invasión…sostenían que se estaba recuperando un territorio que había sido invadido por los británicos…”. Explica:“…tres generaciones de argentinos habíamos aprendido en la escuela que las Malvinas habían sido descubiertas por los españoles, que por eso constituían una herencia natural…”. Y sigue: “Tampoco debíamos aceptar que los habitantes de Malvinas decidieran autónomamente la manera en qué querían gobernarse.”

Y concluye un capítulo diciendo que los españoles habían sido tan invasores como los ingleses, y que los primeros argentinos eran hijos o nietos de esos españoles. Pero que nada se hizo por las naciones aborígenes para que poseyeran los territorios que les correspondían, sino todo lo contrario.

Luego de veinte días en el pirineo, regreso a Barcelona en un coche compartido. El conductor, Marc, deja de hablar en catalán cuando ve que soy argentino. Me cuenta: “Si por mí fuera sería un hombre de campo, un payés. Trabajaría la tierra con mis manos”.  Aunque es mucho más joven que yo, coincidimos en que a partir de los cuarenta vivir en las grandes ciudades comienza a ser un fastidio...

Viajamos por una carretera que serpentea entre las montañas. Marc habla de Catalunya: “En general aquí los campos está divididos en pequeñas parcelas. El reparto de la tierra ha sido bastante equitativo. Eso sí, los pequeños agricultores sobreviven gracias a los subsidios de la Unión Europea”.

Vamos por La Segarra y le cuento: “En Argentina hay campos tan grandes que les cabrían unas cuantas comarcas catalanas”. Y asocio con ‘Wërra': “Grandes latifundios que fueron expropiados, en donde se masacraron a los pueblos originarios que vivían en ellos. Nosotros lo hemos naturalizado, como un francés que no se inmuta cuando su país bombardea a Siria”.

 Entramos a Barcelona por la Avenida Diagonal. Que sea agosto, que no haya turistas y que esté jugando el Barça hacen que las calles estén vacías. Me despido de Marc y camino por el Paseo San Juan. En los bares, los culés miran el partido estrujando la camiseta. Nadie sabe que será una goleada histórica. Al verlos, recuerdo el verso que dice: “No hay tiempo que no se acabe, ni tiento que no se corte”.

Es jueves y hago una caminata por el Paseo de Gracia. Sigo hasta la Plaza Catalunya y la atravieso en diagonal hasta Las Ramblas. La ciudad se disfruta de otra manera porque no es un hervidero. Antes de llegar al Monumento de Colón, recuerdo una escultura que está en su base: un sacerdote que lleva una biblia en la mano y un crucifijo en la otra. A sus pies, un indígena arrodillado besa la cruz.

Cuando llego, veo que al sacerdote le faltan pedazos. Cruzo enfrente para mirarlo con perspectiva. Hay un guía turístico ahí parado y le pregunto si sabe que ha pasado con la escultura. “Manifestaciones contra el racismo. Vandalismo. Y también la inclemencia del tiempo”, dice.

Me quedo observando y pienso que los actos vandálicos son estúpidos. Pero ver la escultura mutilada me hace sentir aliviado, que no estoy solo. El mismo sentimiento que tuve con las páginas de ‘Wërra'. Porque aunque no parezca, en muchas ocasiones, la mayoría de la gente está pensando lo mismo. Solo que hay hilos invisibles, que trabajan constantemente, para que nadie se ponga de acuerdo.

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