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Diario El Argentinoviernes 26 de abril de 2024
Colaboraciones

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La memoria compartida se cuenta con el corazón: tiempo de volver

La memoria compartida se cuenta con el corazón: tiempo de volver

Amalia Doello Verme (*)


Era tiempo de volver, queriendo tomar contacto con nuestros amigos lectores, nos pareció oportuno retomar la columna que gentilmente nos regala el diario EL ARGENTINO, y volver a los domingos donde tantos amigos nos esperaban para leer alguna de esas historias que muchos de ellos habían compartido en mi niñez y juventud.

Y como llevo en mi corazón el barrio, donde pasé momentos tan felices, llegó a mi memoria lo que fue el almacén del barrio. Seguramente muchos recuerdan a la familia de Cacho Urristi, que tenían el almacén situado en calle Pasteur entre Goldaracena y Buenos Aires. Era atendido por la señora Beba, la señora Tota y el señor Cacho Urristi. Este almacén, junto con la Despensa Bar de Asciclo Méndez, fueron los pioneros del rubro en el barrio.

Aún conservo la imagen de una despensa cuyos dueños hacían honor a la higiene y a la amabilidad con que nos atendían. Recuerdo que sobre el mostrador había una balanza de platillos empotrados en una pieza (yo creo que era mármol blanco) y en un cajoncito estaban las distintas pesas que hacían de peso para regular la mercadería que habíamos solicitado.

La balanza era la atracción de nosotros los niños que entendíamos poco de peso, pero era de suponer que ellos como adultos hacían las cosas bien, y si pedíamos un kilo de azúcar estábamos seguros de que llevábamos “un kilo” a casa. También recuerdo el cajón de madera dónde estaba el azúcar, la harina y otros productos que se vendían a granel.

Una cuchara de lata con un mango hacía las veces de servidor del producto que caía en uno de los platillos sobre un papel de estraza que luego era empacado haciendo como un repulgue de empanadas y para finalizar los giraban en el aire y así quedaba cerrado el paquete que llevaríamos. Con sólo recordar esta forma de empaquetar los productos es que realmente me conmueve, porque hoy en día todos los alimentos tienen un procedimiento que evita la contaminación y se pueden desechar fácilmente, en esa época tener un papel de estraza significaba en todo caso tener un papel para escribir.

En la entrada de la despensa había un armario vidriado dónde estaban las mercaderías más delicadas, como jabones perfumados, maquinitas de afeitar de las de antes de las que sólo conocemos los que estamos entrados en años, perfumes, en fin, cosas indispensables para la higiene personal.

Al entrar un ligero aroma a pan fresco y a queso recién rallado que salía de una maquinita que también estaba empotrada en una de las esquinas del mostrador y cuando pedíamos 100 gramos de queso rallado colocaban un trozo de queso en la parte superior o recipiente, giraban una manivela y ahí se producía “El Milagro” del olor a queso que despertaba el apetito o por lo menos ganas de robar un poquito antes de llegar a casa.

El matrimonio de Beba y Cacho tuvo una hija a la que llamaban Betty.

En esta despensa podíamos encontrar todo lo que hacía falta en el hogar, cabe destacar que mi familia tenía una libreta donde se anotaban los productos que se compraban y a fin de mes, cuando mi papá cobraba en el frigorífico se pagaba la libreta del fiado.

Con el correr del tiempo apareció una nueva despensa de la familia Zimmerman.

Cruzando la calle de la despensa de Urristi estaba la familia de Doña Francisca Soldati de Mosegui, que formó parte del paisaje de nuestro querido barrio.

Doña Pancha cómo la llamábamos, tenía el don de saber aliviar los dolores de los gurises, cuando no curaba un empacho, un mal de ojo, un dolor de panza, en fin las madres acudían a su casa en busca de esta sanación, en la cual, esta señora curaba con su don.

Recuerdo con cariño inmenso haber asistido a su casa con mis hermanas mayores buscando ese alivio y ese consejo de guardar una dieta para que se fuera el dolor de panza, un “yuyito” que tomaríamos en una infusión y seguramente en algunas horas nos quitaría el malestar, pero si notaba que la situación lo ameritaba el consejo era que deberíamos acudir rápidamente al médico.

Recuerdo su figura que irradiaba paz y tranquilidad, realmente es un recuerdo inolvidable de las vivencias de mi niñez.

¡Gracias doña Pancha por haber sido una mujer tan solidaria y amigable para el incipiente barrio San José Obrero!

 

(*) Amalia Doello Verme decidió en esta pandemia traer e la memoria “muchas de las historias vividas, y me pareció que sería bueno compartirlas con los vecinos que fueron protagonistas de estos relatos”, sostiene la autora y agrega: “Mi intención es sacarles una sonrisa y hacerlos viajar en el tiempo para revivir de alguna manera momentos dramáticos y otros humorísticos”.

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